De Rocafort a Valdivia, de Amparo Sancho

Amparo Sancho
Abril de 2021

Hoy me he pinchado con un rosal de mi jardín de Valdivia y el color rojo de mi sangre y el suave olor a rosas, me recordó los pinchazos que me daba en las piernas jugando cuando tenía ocho años en mi Rocafort querido.  Este jardín que perdura en mi recuerdo queda a 11 494 kilómetros de distancia de la tierra que acogió a mi familia, con un océano por medio y muchos recuerdos y experiencias que son difíciles de olvidar.

Pero dicen que una abeja es capaz de atravesar un océano en busca de una flor y así busco yo mis recuerdos hacia este pueblo valenciano, Rocafort, en el que viví antes de salir hacia Colliure. 

¡Qué feliz fui en Rocafort y en su jardín de Villa Amparo, y cuántos, y magníficos recuerdos guardo de él, de esa casa y del tiempo que pasamos mi abuela Ana, mis tíos Antonio, Manuel, Joaquín, mis padres José y Matea, mis hermanas, Eulalia y María, y mis primas, Leonor y Mercedes, hijas del tío Francisco y Mercedes!

Me llamaban “ Cabezolita”, la sobrina de Antonio Machado,  pero mi verdadero nombre es Carmen.  Este apodo me lo puso mi tío Antonio puesto que era una niña preguntona, un tanto tozuda y muy vivaracha, aunque él decía “esta niña piensa”. 

Mi recuerdo de Rocafort aunque fue corto ha penetrado en mi memoria profundamente. La casa Villa Amparo con su bonita fuente con chorros de agua que nos salpicaba y en verano nos bañaba. Sus azulejos bicolores, sus suelos de dameros de múltiples colores y sus cristaleras azuladas resplandecientes cuando las limpiaba Francisca, la señora que venía a hacer la limpieza de la casa. El jardín lleno de flores de buganvillas, rosales y los tulipanes gigantes “el sol asoma entre moradas brumas al iluminar la tierra”, escribía mi tío. Ese jardín que, más allá de sus dimensiones, parece tan grande como a una niña pequeña y feliz se le antoja recordar. 

En primavera cuando los huertos de frutales estaban en flor el aroma de azahar de los naranjos y limoneros venía hacia nosotros y nos daba la felicidad perdida en Madrid.  Ese olor lo guardo en mi recuerdo y me acompañó siempre a lo largo de toda mi vida. Y aún ahora, cuando llega la primavera valdiviana vuelve a mí este recuerdo que me llena y me hace feliz. Esta brisa veraniega nos envuelve y nos evoca el pasado, cuando a la luz de unos candiles, nos sentábamos en las escaleras de villa Amparo. Mis tíos contaban anécdotas e historias divertidas que nos hacían olvidar el pasado, sintiendo que la vida sigue y hay que seguir viviendo y luchando.

Durante este tiempo que vivimos en Rocafort, no íbamos al colegio, mi tío Antonio nos daba clase de francés. A mí me daba mucha risa y nos poníamos a jugar, pero él no se enfadaba. Ahora bien, nos dejaba, se subía a la torre de la casa a ver el paisaje y los campos de naranjos hasta el amanecer; toda la noche se la pasaba escribiendo e inspirándose en el paisaje. Así lo expresaba él en sus poemas:

“Valencia de fecundas primaveras,
de floridas almunias y arrozales,
feliz quiero cantarte, como eras,
domando a un ancho río en tus canales,
al dios marino con tus albuferas,
al centauro de amor con tus rosales.”

Desde allí apreciaba la acequia de Moncada, el trenet que con su pitido animaba la tranquilidad del campo.

Después de las penas que pasamos durante el primer año de la guerra civil intentando huir de los bombardeos de la ciudad, todavía recuerdo de forma efímera el estruendo que nos dejaba en los oídos y el olor a quemado por toda la ciudad. 

“Somos unos privilegiados de vivir en este maravillosos lugar” decía mi tío Antonio. Él me enseñó a leer los versos que iba construyendo en su encierro de Rocafort, durante los años de la guerra civil.

“Estas rachas de marzo en los desvanes…
De pluma tornasol los tulipanes
Gigantes del jardín y el sol que asoma
Bola de fuego entre la morada bruma
Iluminar la tierra valentina.”

Poco a poco los iba repitiendo uno tras otro y todavía los recuerdo, puedo recitarlos de memoria. Así se fue forjando mi carácter y mi afición a la lectura.

“Mi infancia son recuerdos…
Y un huerto claro donde madura el limonero…”

Yo a lo largo de mi vida, no he dejado nunca de leer y devorar libros; quizás ese es el vínculo con mi familia y especialmente con mi tío Antonio. Lo que él me enseñó y me transmitió: el amor y pasión por la lectura.

Paseo por los bosques de Valdivia llenos de helechos y con sus plantas y flores por la que paso todos los días de camino a la revista Eva en la que trabajo, sin embargo, mi recuerdo se dirige a mi infancia. Aunque soy alegre y pragmática- dicen mis hijos- tengo un sentido del deber y capacidad de sobreponerme a todo, cosa que me ha hecho olvidar mi largo recorrido del exilio de España. Desde los fríos invernales de Rusia durante nueve años hasta el encuentro con mis padres en mi querida tierra, Valdivia, que me acogió en el año 1950.

Cuando me peino y me maquillo me dicen que parezco española, y pienso “como no va a ser mi porte de auténtica española, si yo soy española”.

Aunque ahora ya he adoptado como segunda patria a Valdivia donde me gusta pasear por el malecón al lado del gran rio y ver los lobos marinos en el borde de la lonja del pescado y ver el parque Saval lleno de flores de loto y la iglesia de San Francisco con sus tejados rojos. Y probar el plato crudo Valdiviano, aunque eso no tiene nada que ver con las paellas que nos hacía Francisca en  Rocafort. 

Mis años de destierro caminando de un lado al otro, primero Francia (Colliure), luego a Rusia, con mi hermana, donde me acogieron muy bien, pero cuando llegué a Valdivia me sentí como si nuevamente estuviera en casa. Ahora le agradezco a Chile el cariño con que nos acogió y lo reconozco como mi segunda patria.  

Los recuerdos, buenos y malos, de los años vividos y que me gustaría que perdurasen en mi memoria, y poder transmitírselos a mis hijos y nietos para que no se olviden lo afortunada que fui, y lo afortunados que son ellos, de pertenecer a la familia Machado, para siempre hasta que Dios me llame a su presencia.